Bob Dylan – Rough and rowdy ways (Columbia, 2020)
A sus 79 años de edad (recientemente cumplidos, el 24 de mayo pasado), Bob Dylan nos ha legado lo que bien podría considerarse su testamento vital y poético…si no fuera porque de este hombre todavía se pueden esperar nuevas obras futuras ( ¿cuántas?, ¿cómo?) que completen aún más el ya esplendoroso y gigantesco lienzo de sus donaciones, de sesenta años de contribución al legado artístico de varias generaciones, e incluso, de varias épocas históricas. Leonardo da Vinci, William Shakespeare, William Blake, Pablo Picasso, Allan Gingsber, Charlie Chaplin son nombres recurrentes que vienen a la memoria a la hora de encuadrar la figura del nacido en Duluth, Minnesotta, en el frontispicio del devenir de la civilización occidental de los últimos tiempos.
Algún nombre ilustre se podría ahora añadir a ese elenco de genios y gigantes. Por ejemplo, el de Edgar Allan Poe («Hojas de hierba», biblia poética del «pathos» estadounidense), citado expresamente en una de las diez canciones de «Rough and rowdy ways», «I contain multitudes». Pero Dylan es también músico y por ello se pueden citar, igualmente, referencias y héroes sonoros que han contribuido a dar forma a su personalidad: a los Woody Guthrie, Robert Johnson, John Lee Hooker, Blind Willie McTell (todos ellos leyendas del folk y del «blues») se incorpora ahora Jimmy Reed, al que dedica otra canción del lote; «Goodbye J. Reed». Así se va cerrando el círculo de sus homenajes, que, más que círculo, es una espiral que sigue creciendo y creciendo con el paso de los años.
Este es un doble CD como («Blonde on blonde», como «Self Portrait», como «The Basement Tapes», como el live «At Budokan») porque la inspiración de Blind Boy Grunt -uno de sus muchos seudónimos-, lejos de estar exprimida y agotada, como predijeron algunos de sus muchos «admiradores» y agoreros alcanza en este doloroso y terrible 2020 un grado máximo de necesidad y de expresión. Un trabajo que oscila entre la mortalidad y la vitalidad. ¿No son dos caras de la misma moneda? Pero los ya citados diletantes enfatizan y recalcan la primera de estas visiones. «Impregnado de melancolía, un recuento de su vida y obra -ahora que no tiene mucho que decir, ja ja ja-, un ejercicio de abandono y dejadez», según esas preclaras plumas. «Un muermo”, así como suena, al decir de algún iluminado crítico (claro que aparece en el reaccionario periódico «on line» Voz(x) Populi. Juicio de tal desbarrado calibre no hacen sino acrecentar las virtudes del señalado/vituperado/masacrado cantante.
Ah, porque esta es otra. Mister Dylan no tiene voz, ni sabe cantar. Nada nuevo bajo el sol: lo mismo vienen diciendo sus detractores desde los primeros tiempos de su trayectoria, hacia 1962. Quizás a todos ellos esté dirigido el tema «False prophet», este apelativo con el que sus enemigos ni siquiera se atrevieron a llamarlo, aunque lo pensaran. Ni falso, ni profeta: «Yo soy el que soy», asegura en el texto de la canción.
«Rough and rowdy ways» contiene, al menos, tres gemas, a situar desde ya en lo más decisivo de su amplísimo, inacabable repertorio. «Mother of muses» le emparenta, temática e incluso armónicamente con «Mr. Tambourine man”: el escritor, el artista en busca constante de alguien o algo que le inspire, esas musas que anteriormente identificó con el señor de la pandereta «in the jingle jangle morning.» «Kay West» (Philosopher pirate”) es una belleza de canción, quizás mi favorita de todo el álbum. El sutil y envolvente acordeón de Donnie Herron subraya esta evocación de un paraíso perdido y deseado, como ya hiciera en el extenso y confesional «Highlands». Hay también ecos atmosféricos y ambientales de aquel gran álbum, un tanto olvidado hoy, que fue «Oh Mercy», en títulos como «The man in the black coat».
«Black Rider» y «Crossing the Rubicon» aletean, sí, con el tema de la muerte por medio, la desaparición física a la que todos estamos abocados, y son melodías crudas, ásperas, ominosas, como no podía ser menos. El «blues» My own version of you» y «I’ve made up my mind…» contrapuntean con su equívoca ligereza, permitiéndose incluso acordes de vals y «carols», siempre agraciados. Y una guitarra eléctrica admirable a lo Wes Montgomery.
Naturalmente, la gran epopeya del disco es, sin duda, la monumental «Murder must foul» que es, a su manera del siglo XXI, otro «Desolation row». Desfile de personajes, de situaciones, a partir ahora del asesinato del presidente J.F. Kennedy en Dallas, 1963, «el día de la infamia más ignominiosa» (traducción libre). Elm Street y calles adyacentes donde se perpetró la alevosía es el actual callejón de la desolación. La primera mitad del texto, al modo en que ya hiciera «Hurricane» es una descripción casi fotográfica de los hechos. En la segunda mitad, con el hilo conductor del dj Wolfman Jack, da pie a Bobby a repasar canciones y nombres que le vienen a la memoria; desde los Beatles y los Who, hasta Etta James, Woody, Joan o Nina Simone/Animals. Sin olvidar a los «jazzmen» Thelonius Monk, Bud Powell, Art Tatum, Miles o Charlie Parker. Erudición se llama a esta figura de rescate sentimental de los años sesenta y subsiguientes.
Tema difícil, anti comercial, sin duda. Un leve y casi escondido acompañamiento de teclados y percusión, que van creciendo imperceptiblemente, hasta llegar a un climax de trance. Un «rap» moderno que viene de los «talkin blues» de antiguo. Dicen: «Dylan no canta, recita». Pero, ¿qué es lo que hacen los poetas? Recitar.
Excelente artículo. Me sigue encantando Bob Dylan.