Aquí va una pregunta nada ociosa. ¿Qué premian los Grammy Latinos: la excelencia musical de unas grabaciones o el compadrazgo entre gentes que se hacen llamar artistas y los llamados miembros de una supuesta academia que otorga esos premios?
Uno sospecha que la pregunta, aunque se antoje básica, nunca recibe respuestas directas. De hecho, muchas de las preguntas que uno se puede formular en torno de los Grammy (latinos y no latinos) despiertan ese espíritu. Por ejemplo, ¿por qué el jazz o la música tradicional nunca aparecen en las primeras categorías de las nominaciones: mejor grabación del año, mejor artista del año, etc.?
Aquí va otra: ¿por qué la llamada música pop siempre domina esas primeras categorías? Por supuesto, no estoy preguntando nada que otros no se hayan preguntado antes.
Pero sí vale la pena preguntarse lo siguiente: ¿por qué hay músicos para los cuales estar nominados o recibir un Grammy equivale a la consagración de una carrera que se supone un aprendizaje constante en el arte? Si el premio es un mero estímulo, una señal que no distrae en el camino, se entiende. Pero si el premio representa una certeza de que se ha “llegado” (o peor, de que se trata de un fin en sí mismo) creo que se puede decir que la cultura de la música está en peligro.
Vivimos en la era de la publicidad descarada, una de cuyas primeras normas es derogar el pensamiento crítico, los debates, la indagación, el ejercicio de justificar unas preferencias. En esa carrera hacia llamar la atención a toda costa, se nos ha dicho que los números (a más, mejor) es lo que realmente importa.
Esto no sería terrible si la mediocridad no se impusiera sobre la calidad, la artificialidad sobre la sustancia. A esto se suma la política de una industria que le ha lavado el cerebro a los músicos con aquello de vender en grandes cantidades.
Hace 20 años, cuando los Grammy Latinos fueron anunciados con bombos y platillos, se nos dijo que “la academia” tendría como misión “explorar y exponer las ricas músicas del continente americano: desde Chicago, Nueva York, Texas, Miami y Los Ángeles, hasta la Patagonia, pasando por Brasil, un país/continente inexplorado”. Con esto se entendió dar a conocer esas músicas que se desarrollan fuera de las programaciones comerciales.
Esa misión, hay que reconocerlo, es noble. Se ha dicho —y se ha dicho bien— que el arte de la música ha perdido su impacto cultural. En efecto, comparado con los años 70, la década de los grandes conciertos, los grandes experimentos, los grandes cruces celebratorios de géneros, nuestra era da la impresión de ser pobre y empobrecedora.
Igualmente, esa década, por ejemplo, dio la salsa (con la Fania a la cabeza), el nuevo tango argentino, la nueva ola española, el tropicalismo y la nueva canción brasileña, la nueva trova cubana, el afropop y otras expresiones. Hoy, lo que se vive es una trágica paradoja: internet lo facilita todo, pero ya nadie, al parecer, tiene curiosidad o hambre de dejarse transformar por diversas músicas.
El Grammy, con su impacto como marca, pudo haber facilitado esa exploración. Sin embargo, si estos últimos 20 años nos enseñan algo es que el Grammy sigue la tarea de mostrarles a los estadounidenses lo que ellos pueden entender por música latina. De ahí que ganen siempre los mismos. De ahí, además, que la ceremonia de entregas sólo se celebre en Estados Unidos. ¿Por qué no en México? ¿O en Brasil? ¿O Argentina?
A veces se tiene la impresión de que los artistas caribeños abrazan los Grammy con actitudes que rayan en lo vergonzoso, como si el premio fuese un pasaporte mágico para alcanzar la consagración o cimentar un legado.
No estoy diciendo que los premios no tengan sus beneficios. Pero vale ponerlos en su justa perspectiva: el Grammy es una mera herramienta de promoción que no debe distraer de lo que realmente vale en el arte: autoconocimiento, enriquecimiento a la tradición, transformar a quienes todavía tienen hambre de conocer.
Músicos como los dominicanos Luis Días o Fernando Echavarría ni los españoles Joaquín Sabina o Joan Manuel Serrat nunca necesitaron de estas muletillas mediáticas para demostrar que la creación artística no tiene mejor compensación que la obra misma. Es así porque son los músicos los que le dan valor a esos galardones.
Reproducido por cortesia de El Nacional.